Crónica da escritora
Almudena Grandes
sobre este tempo selvagem
Almudena Grandes
sobre este tempo selvagem
«Es una oportunidad, le dijo su padre, una oportunidad, insistió su madre, una oportunidad, concluyó ella misma.
Hace seis años, Isabel trabajaba en una tienda de ropa de una gran
cadena, en un centro comercial del Puerto de Santa María. Aquel trabajo
se le daba tan bien, y le gustaba tanto, que compensaba con creces los
90 kilómetros, casi dos horas en cuatro trayectos de ida y vuelta entre
Rota y El Puerto, que tenía que hacer a diario. Entonces, un buen día,
empezó a oír hablar de la crisis como de un animal mitológico, un país
lejano, una tormenta que apenas se insinuaba en el inmaculado horizonte
de un cielo azul y veraniego. ¿Qué pasó después? Todavía no es capaz de
explicárselo. Todavía no ha cumplido 30 años y ya lleva cinco en el
paro.
Durante cinco años, el paro ha sido para Isabel un desierto plano e
infinito, sin forma y sin relieve, un paisaje absolutamente estéril
donde, por no haber, ni siquiera subsiste el espinoso esqueleto de algún
matorral seco. Nada por delante, nada a los lados, nada por arriba y
nada por abajo, nada. Y no será porque no lo haya intentado. Todos los
supermercados, todas las oficinas, todas las tiendas y hasta las farolas
de su pueblo, han dispuesto muchas veces de su nombre y su teléfono. Lo
demás, que está dispuesta a hacer cualquier cosa, lo que sea, se
sobreentiende. Por eso, cuando la llamaron de un hotel de Costa Ballena
para ofrecerle una plaza de animadora, ni siquiera se paró a pensar que
nunca había hecho nada parecido, que no tenía experiencia para
entretener a un montón de niños. Era una oportunidad, así que se
arregló, respiró hondo, le pidió prestado el coche a su padre y se fue a
hacer la entrevista. Cuando entró en aquella oficina, seguía creyendo
que estaba dispuesta a todo. Aún no sabía lo que significaba exactamente
esa palabra.
Isabel es joven, atractiva, tiene buena presencia, una voz agradable,
así que todo fue sobre ruedas hasta que llegó el momento de pactar las
condiciones económicas del trabajo.
Después, durante un rato, tampoco pasó nada, porque necesitó algún tiempo para procesar lo que estaba escuchando, y sumar, y restar, y comprender al fin qué clase de oportunidad le habían puesto entre las manos.
Después, durante un rato, tampoco pasó nada, porque necesitó algún tiempo para procesar lo que estaba escuchando, y sumar, y restar, y comprender al fin qué clase de oportunidad le habían puesto entre las manos.
–Pero… Si entro a las nueve y media, y salgo a las nueve y media
–recapituló en voz alta–, no puedo venir en autobús porque no me encajan
los horarios.
–Ya, pero me has dicho que conduces y tienes coche.
–Sí, eso sí, pero… Claro, son doce horas…
–Once –su interlocutor seguía impertérrito, una sonrisa tan firme
como si se la hubieran tatuado encima de los labios–, porque tienes una
para comer.
–Claro –volvió a repetir ella–, pero en una hora, entre ir y volver…
No me merece la pena comer en Rota, así que tendría que tomarme aquí un
bocadillo.
–Claro –el hombre sentado al otro lado de la mesa pronunció aquella
palabra por tercera vez–, o lo que quieras. Podrías traértelo de casa,
porque el empleo no incluye la comida.
–Claro –y nada estuvo nunca tan oscuro–. Pero entre lo que me gasto
en gasolina, en comida… –antes de llegar a una conclusión definitiva
pensó que todavía le quedaba un clavo al que agarrarse–. ¿Y la Seguridad
Social?
–Una hora.
–Una hora… ¿Qué?
–Te aseguramos una hora por cada día trabajado.
Isabel recapituló para sí misma. La oportunidad que le estaban
ofreciendo consistía en trabajar 11 horas diarias, sin transporte y sin
comida, por 350 euros al mes y una cotización 10 veces inferior a la que
le correspondería. No se lo podía creer, pero todavía le quedaba una
pregunta.
–Perdone, pero… ¿Esto es legal?
Su interlocutor se recostó en la butaca y se echó a reír.
–Por supuesto que sí. ¿Qué te creías?
(Esta es una historia real. Isabel existe, y la oferta de empleo que
no aceptó, porque trabajar 11 horas diarias casi le habría costado
dinero, existe también. Costa Ballena está en la provincia de Cádiz, a
un paso de Sanlúcar de Barrameda, que mira a Doñana desde la otra orilla
del río Guadalquivir. Para llegar a la ermita del Rocío desde allí,
sólo hay que atravesar el Coto, y por eso tengo el gusto de dedicarle
este artículo a doña Fátima Báñez, devota rociera, autora de la reforma
laboral en vigor y ministra de Trabajo del Gobierno de España).
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